Imagen: "Mariposa de mi jardín" - Ana Luisa Muñoz Flores
El rescate de la
Utopía (1)
En el desamparo en que se encuentra la humanidad actual se hace
urgente rescatar el sentido libertador
de la utopía. En verdad, vivimos en el ojo de una crisis de civilización de
proporciones planetarias. Toda crisis ofrece oportunidades de transformación y
riesgos de fracaso. En la crisis se mezclan miedo y esperanza, especialmente
ahora que estamos ya dentro del proceso de calentamiento planetario.
Necesitamos esperanza. Ella se expresa en el lenguaje de las utopías.
Éstas, por su naturaleza, nunca van a realizarse totalmente, pero nos mantienen
caminando.
Bien dijo el irlandés Oscar Wilde: «Un mapa del mundo que no incluya
la utopía no es digno de ser observado, pues ignora el único territorio en el
que la humanidad siempre atraca, partiendo enseguida hacia otra tierra aún
mejor». En Brasil, el poeta Mário Quintana observó acertadamente: «Si las cosas
son inalcanzables… ¡oye!/No es motivo para no quererlas/¡Que tristes los
caminos si no fuera/la mágica presencia de las estrellas!».
La utopía no se opone a la realidad, más bien pertenece a ella, porque
ésta no está hecha solamente de aquello que es, sino de lo que todavía es
potencial y que un día puede ser.
La utopía nace de este
trasfondo de virtualidades presentes en la historia y en cada persona. El filósofo
Ernst Bloch acuñó la expresión principio-esperanza. Por principio-esperanza,
que es más que la virtud de la esperanza, él entiende el inagotable potencial
de la existencia humana y de la historia, que permite decir no a cualquier
realidad concreta,a las limitaciones espacio-temporales, a los modelos
políticos y a las barreras que cercenan el vivir, el saber, el querer y el
amar.
El ser humano dice no porque primero dijo sí: sí a la vida, al
sentido, a los sueños y a la plenitud ansiada. Aunque de manera realista no entreve
a la plenitud total en el horizonte de las concretizaciones históricas, no por
eso deja de anhelarla con una esperanza que jamás se apaga. Job, casi a las
puertas de la muerte, podía gritar a Dios: «aunque me mates, aun así espero en
Ti».
El paraíso terrenal narrado en Génesis 2-3 es un texto de esperanza.
No se trata del relato de un pasado perdido que añoramos, es más bien una
promesa, una esperanza de futuro hacia cuyo encuentro caminamos. Como comentaba
Bloch: «el verdadero Génesis no está al principio sino al final». Sólo al
término del proceso evolutivo serán verdaderas las palabras de las Escrituras:
«Y vio Dios que todo era bueno». Mientras evolucionamos no todo es bueno, sólo
es perfectible.
Lo esencial del Cristianismo no reside en afirmar la encarnación de
Dios −otras religiones también lo hicieron−, sino en afirmar que la utopía
(aquello que no tiene lugar) se volvió eutopía (un lugar bueno). Hubo alguien
en cuya muerte no sólo fue vencida la muerte, lo que todavía sería todavía
poco, sino en quien irrumpieron interior y exteriormente todas las
virtualidades escondidas en el ser humano.
Jesús es el «novísimo Adán», en expresión de san Pablo, el homo
absconditus ahora revelado. Pero él es sólo el primero entre muchos hermanos y hermanas;
nosotros le seguiremos, completa san Pablo.
Anunciar tal esperanza en el actual contexto sombrío del mundo no es
irrelevante. Transforma la eventual tragedia de la Tierra y de la Humanidad,
debida a amenazas sociales y ecológicas, en una crisis purificadora. Vamos a
hacer una travesía peligrosa, pero la vida estará garantizada y el Planeta
todavía se regenerará.
Los grupos portadores de sentido, las religiones y las Iglesias
cristianas deben proclamar desde lo alto de los tejados semejante esperanza. La
hierba no creció sobre la sepultura de Jesús. A partir de la crisis del viernes
de la crucifixión la vida triunfó. Por eso la tragedia no puede tener la última
palabra. La tiene la vida, en su esplendor solar.
Ana Luisa Muñoz Flores - Chile- 07 de Febrero de 2017
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