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29 de julio de 2017

LA VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES COMO MAL RADICAL. ANA LUISA MUÑOZ FLORES

   Imagen: "Inicio". Arte digital. Ana Luisa Muñoz Flores

Revista Venezolana de Estudios de la Mujer

versión impresa ISSN 1316-3701

Revista Venezolana de Estudios de la Mujer v.3 n.1 Caracas ene. 2006

 

LA VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES COMO MAL RADICAL
Gloria M. Comesaña Santalices
Universidad del Zulia1 gsantalices@cantv.net
1 Facultad de Humanidades y Educación. Doctorado en Ciencias Humanas. Maestría en Filosofía. Cátedra Libre de la Mujer.
RESUMEN
Entre los grupos humanos que sufren la violencia, el grupo de las mujeres se destaca, porque esta forma de violencia involucra a las dos “mitades” que conforman la humanidad. Nos preguntamos por la causa de esta violencia, debido a su amplitud y a su fundamento en una especie de derecho consuetudinario que muchas veces se trata de argumentar y justificar. Para realizar nuestro trabajo nos valdremos de la metodología de género. Presentaremos esa violencia en su verdadera dimensión como un mal, radical, banal y banalizado, basándonos en los planteamientos de las teólogas ecofeministas Rosemary Radford Ruether e Ivone Gebara, además de los conceptos arendtianos de mal radical y banalidad del mal, considerándolos aplicables a la violencia que sufren las mujeres por el solo hecho de ser tales. Concluimos presentando una serie de propuestas concretas.
Palabras clave: Mujeres, violencia, género, metodología de género, mal radical.

ABSTRACT
Among human groups that suffer from violence, women stand out, since this form of violence involves both halves of the human race. We search for the cause of this violence due to its amplitude and its basis as a type of habitual right which is often defended and justified. In order to carry out this research a gender methodology was used. We present this type of violence in its true form as something evil, radical, unrefined, vulgar and unseemly, based on the arguments of eco-fenimist theologists such as Rosemary Radford Ruether and Ivone Gebara, as well as the Arendtian concepts of radical evil and evil banality, and we consider them applicable to the violence suffered by women due to the simple act of being a woman. The conclusion presents a series of concrete proposals.
Key words: Women, violence, gender, gender methodology, radical evil. 
   

A MODO DE INTRODUCCION

No pretendemos en este trabajo abordar la problemática de la violencia contra la mujer desde una perspectiva práctica, que nos condujese a manejar cifras, o a diseñar algún nuevo método concreto para erradicarla, o a plantear sugerencias que facilitasen tanto la labor de quienes ayudan a las mujeres maltratadas, como la labor de recuperación que estas mujeres tienen que realizar día tras día sobre ellas mismas y sus vidas para escapar al infierno que es esta terrible lacra de la que las mujeres siguen padeciendo y muriendo en numerosas ocasiones. Cuál es entonces nuestra pretensión, se nos preguntará, pues pareciese que ante la gravedad de los hechos no cabe ya reflexión alguna.
Sin embargo, creemos que una aproximación teórico crítica al asunto que nos ocupa, es urgente y necesaria, de modo que nos hemos acercado a esta violencia ancestral desde una perspectiva descriptiva y explicativa, trabajando con diferentes coordenadas de tipo interdisciplinar, llamando a esta violencia por su nombre, como un mal muy concreto, pero a la vez banalizado, aunque sea un mal radical ante el cual parece que la propia razón retrocede, pues parece casi imposible la empresa de comprenderlo.


ABORDANDO EL TEMA


1. La violencia contra las mujeres es una de las formas en que se expresa la violencia humana. Entre los grupos humanos que por diversas razones sufren la violencia, es decir la imposición de una conducta no deseada, y con ello la privación de su libertad, o sufrimientos físicos, psíquicos o morales de todo tipo, el grupo humano de las mujeres se destaca en particular, porque esta forma de violencia involucra a las dos “mitades” básicas que conforman la humanidad. Esto nos lleva a la necesidad de preguntarnos por la causa de esta violencia, que de una vez es preciso decir que es ejercida por los varones contra las mujeres. Pues efectivamente, cuando decimos que las “dos mitades de la humanidad” están involucradas, debemos señalar enseguida, que los varones ejercen esta violencia contra las mujeres de forma casi sistemática, constante, como un derecho del que no dudan y que no se discute, lo que hace de esta violencia algo muy complejo, terrible, difícil de analizar y de erradicar, debido a sus dimensiones y al fundamento que tiene, en una especie de derecho consuetudinario que en algunas ocasiones de la historia se ha tratado incluso de argumentar y justificar.

2. Dada esta evidencia, es oportuno explicar en qué consiste esta diferencia entre las dos “mitades que componen la humanidad. No es fácil definirla, pues aquí está involucrado mucho más de lo que parece. Dejando de lado la división entre feminismo de la igualdad y feminismo de la diferencia, es preciso señalar, que nadie niega que la diferencia entre dos tipos de ser humano que se establece a partir de la biología es ineludible. Sin embargo, cuando decimos diferencia sexual, debe quedar claro que no estamos hablando aquí de manera esencialista, pues no nos referimos a una especificidad femenina o masculina que hubiese que respetar, sino que se trata ante todo de reconocer que la especie humana está atravesada por la escisión mujer/varón, que si bien no justifica las desigualdades impuestas arbitrariamente por el poder patriarcal, sí implica, por los condicionamientos recibidos en el sistema sexo-género, una conducta diferente y sesgada por ahora, en el tratamiento de los problemas, cuya expresión más grave es, precisamente, que los varones se consideran el modelo de lo humano, y el sujeto único y universal, y se imponen a las mujeres en prácticamente todas las instituciones y ámbitos de lo humano.

En este sentido la diferencia sexual es un hecho crudo y desnudo, cualquiera lo puede constatar, pues, como nos dice una representante del feminismo de la diferencia,
“Diferencia sexual se refiere directamente al cuerpo; al hecho de que, por azar, la gente nazca en un cuerpo sexuado: un cuerpo que llamamos femenino, un cuerpo que llamamos masculino. A este nacer en un cuerpo sexuado, el pensamiento de la diferencia sexual le ha llamado: “un hecho desnudo y crudo”. Un hecho sin cobertura simbólica, sin ropaje que lo interprete, un hecho que no ha sido mínimamente humanizado, (...) un hecho, pues, desnudo y crudo porque es fundamental a nuestras vidas pero que se ha quedado fuera de la cultura, fuera del pensamiento, fuera de la filosofía tal como la conocemos, fuera, incluso, del lenguaje.” (Rivera Garretas, 1994,81-82)

Dicho esto es preciso aclarar que las cosas no son tan sencillas, pues si bien lo que acabamos de señalar es cierto, no puede negarse, que ese hecho crudo y desnudo del que hablan las filósofas de la diferencia sexual, es inmediatamente interpretado por la cultura, tanto en lo que llamamos sexo (biológico) como en lo que llamamos género, que precisamente definimos como establecido y condicionado social y culturalmente. De modo que el dato crudo y desnudo, lo natural, prácticamente no existe como tal, ya que es inmediatamente arropado, retomado e interpretado por la cultura. Por eso hemos de hablar del sistema de sexo-género.
3. Cabría ahora intentar definir el género desde la perspectiva de la Filosofía Feminista, por supuesto. De entre tantas definiciones y explicaciones dadas por notables investigadoras, elegimos ésta: (Ramos, 1995, 88.):

“El género ha sido definido como una construcción cultural que rige las relaciones sociales entre los sexos y los códigos normativos y valores -filosóficos, políticos , religiosos-, a partir de los cuales se establecen los criterios que permiten hablar de lo masculino y lo femenino, y unas relaciones de poder asimétricas, subordinadas, aunque susceptibles de ser modificadas en el transcurso del tiempo”.

Sin embargo, más que de género, como ya hemos señalado, habría que hablar de sistema de sexo-género, ya que el sexo como algo originario, natural y “salvaje” no existe, pues es ya siempre una construcción cultural, de modo que la identidad sexual es en realidad un aspecto de la identidad de género. En ambos casos, tanto en el sexo como en el género, la cultura ha dejado ya su impronta.

El estudio del género se ha ido incorporando lentamente en todas las ciencias sociales, a veces no sin resistencias, u obligado en algunos casos a quedar como en las márgenes de los discursos, pero las va llevando a revisarse, y a revisar de manera más crítica algunos de sus paradigmas. El enfoque de género o metodología de género, comporta tres elementos de gran importancia. Su valor heurístico, es enorme, pues como categoría analítica nos permite darle significado y comprender todo aquello para lo que antes no había un claro concepto, viéndonos reducidas a hablar de “roles” sexuales, por ejemplo. Desde el punto de vista hermenéutico el género abre nuevos caminos a la investigación, tanto en Filosofía, como en las Ciencias Sociales, al permitirnos realizar interpretaciones y análisis que antes eran difícilmente expresados o incluso no pensados. Por otra parte, el género señala nuevos temas de interés, ofrece nuevas claves de entendimiento y proporciona un marco teórico para la realización de cierto tipo de investigaciones (por ejemplo, aunado a la categoría patriarcado, nos permite entender mejor cómo funciona el poder en las relaciones de opresión varón / mujer). Desde otro punto de vista, con el género cuestionamos lo pretendidamente “natural” de muchas construcciones e instituciones, como por ejemplo, precisamente aquella que hace derivar la identidad genérica de un sexo biológico indiscutible y estático, que supuestamente surge espontáneamente en la forma de la heterosexualidad.

Aunque en un principio se habló básicamente del género como consecuencia de la elaboración cultural de los datos naturales (el cuerpo), pronto se vio que esta oposición naturaleza /cultura no se corresponde con la relación cuerpo-género, o sexo-género. De modo que se ha hecho evidente que no tiene sentido hablar de un cuerpo naturalmente sexuado, como de algo originario en cuanto punto de partida inevitable, pues desde los estudios de Foucault (1976) sobre la sexualidad, está claro que la misma es construida desde una perspectiva cultural en función de los intereses de la clase dominante. Así pues, la sexualidad no es, en los seres humanos, un simple impulso natural o primitivo, como muchos pretenden, sino un producto totalmente cultural marcada desde unos intereses de poder, siendo fácilmente manipulada a partir de instancias médicas, religiosas o políticas. Y la primera marca del cuerpo sexuado es la del género.

El género por otra parte nos permite, y ese es uno de sus aportes fundamentales, entender y describir las relaciones entre varones y mujeres como relaciones jerárquicas, tanto desde el punto de vista social como político, relaciones que, basadas en la distribución del trabajo y construidas a través del parentesco, implican una desigual distribución del poder. Sin embargo, aquí, la mera mención del género o del sexo no explica, todo lo referente a las diferencias de poder y las variaciones jerárquicas entre varones y mujeres pues las contiene de forma implícita, y para hacerlas realmente visibles requiere de su conjugación con la categoría patriarcado, categoría que en nuestra opinión no ha perdido nada de su fuerza heurística, aunque muchas intelectuales feministas la desdeñen hacia el baúl de los recuerdos.

En este sentido, no puede dejar de mencionarse la díada patriarcadocapitalismo, teniendo siempre bien claro lo que a cada uno compete en la carga de la culpa. Desde nuestra perspectiva, no sólo el término, sino el concepto de patriarcado debe mantenerse, pues no sólo visibiliza mejor el problema del poder que está en la base del sistema de sexogénero, sino que expresa una problemática específica en clave históricoantropológica. Por eso decíamos en nuestro trabajo “Aproximación a las características metodológicas de los Estudios de la Mujer”:

“Mientras que el género nos indica la división tajante y estereotipada de la humanidad en dos tipos sociales (los géneros) totalmente distintos a partir del sexo biológico, sin incluir de suyo la idea de una división jerárquica entre ellos, la noción de patriarcado (un mundo organizado en función de la dominación de los varones) implica necesariamente la noción de poder y lleva al intento de explicación de la condición femenina hasta sus últimas consecuencias. No faltará quien afirme, en defensa de la noción de género, que ésta presupone la idea de relación jerárquica entre los sexos. Nada más erróneo, en nuestra opinión. Quienes trabajan sólo en función del género se ven obligados a añadir como aclaratoria esta idea del desequilibrio de poder entre los sexos, idea que justamente constituye la clave de la categoría patriarcado. Esta última noción pues, nos parece más explicativa, más amplia, más comprensiva, e incluye en sí la idea del género, permitiéndonos así entender por qué hay géneros sociales y éstos son tan diferentemente valorados” (Comesaña Santalices, 1997, 142)

Tanto el patriarcado en cuanto organización social basada en la filiación paterna y el dominio absoluto de los varones sobre las mujeres y sobre otros varones, a partir de la apropiación, como bien lo señalara Engels (1970), de las tierras, rebaños, instrumentos de trabajo, así como de las mujeres y sus hijos; como el capitalismo, que resulta, en cuanto sistema económico, de esa misma apropiación, basada en la idea y el hecho concreto de la acumulación de la riqueza en manos de unos pocos, específicamente varones, son las dos instituciones que, con la caída de los socialismos reales, imperan de manera universal, digamos más bien global, produciendo el tipo de sistema socio-económico en el cual las mujeres son las oprimidas, explotadas y subordinadas por excelencia. Para agravar el panorama, el socialismo, que supuestamente se proponía liberar a las mujeres también, las oprimió y explotó igualmente, de modo que una gran cantidad de mujeres socialistas, fervientes militantes que lucharon contra el capitalismo por el advenimiento del socialismo liberador, vieron sus sueños frustrados y engañadas sus esperanzas de liberación por aquel sistema mismo al que habían entregado sus vidas y sus ideales.

Dejando ya esta digresión por los planos del capitalismo y sobre todo del patriarcado, y la necesidad de mantenerlos como categorías de análisis junto con el género, hemos de añadir que éste, es un sistema simbólico, que asigna significados, y realiza valoraciones, atribuyendo prestigio o desprestigio a los individuos en la sociedad. Así, desde la perspectiva del género, lo masculino y lo femenino son vistos como una dualidad correlativa, a cada uno de cuyos polos se le asigna un valor. Mientras que lo masculino tiene siempre una connotación positiva, implicando poder, prestigio, lo bueno, lo luminoso etc. lo femenino es considerado siempre como negativo, malo, sombrío y sometido, subordinado, desprestigiado, sin valor. El género es pues además un criterio de normatividad, implicando que las personas deben construir su identidad, siguiendo ciertas pautas, que conducen ineluctablemente, tanto a nivel psicológico como a nivel de las representaciones culturales, a ubicarse como varón o como mujer.

Poco a poco los diferentes feminismos que trabajan con el sistema sexo-género, han entendido que, además de elaborar la teoría y diagnosticar el problema, deben luchar activamente contra el género como sistema de organización social. Por eso dice Cristina Molina Petit, (Amorós, editora, 2000, 281) con toda pertinencia, que “El feminismo como teoría y como práctica ha de armarse, pues, contra el género, en la medida en que el género es un aparato de poder, es normativa, es heterodesignación; pero ha de pertrecharse con el género como categoría de análisis que le permite, justamente, ver la cara oculta del género tras la tras la máscara de la inocente “actitud natural”. Está claro pues que no se trata de estudiar el género como concepto, utilizar correctamente la categoría y la metodología que de ella se deriva. Si sólo llegamos hasta allí, no pasaremos de hacer una simple descripción de la situación o un simple diagnóstico, por muy radical y lúcido que sea. De lo que en realidad debe tratarse es de ir más allá, luchando  activamente por trascender el género, mejor aún, el sistema sexogénero, de modo que podamos andar por el mundo sin estereotipos ni imposiciones.

Entre las múltiples propuestas para enfrentar el problema del género, en el sentido que señalamos ahora, deseamos destacar las ideas de Joan Scott, (1993) que plantea una lucha desde diversos frentes: los símbolos de lo masculino y lo femenino en una cultura determinada; las normativas de género; las relaciones de parentesco junto con las económicas y las identidades subjetivas. Todos estos aspectos están interrelacionados y cada uno contribuye a reforzar a los otros.

Por su parte, ante la hegemonía del discurso del género, Teresa de Lauretis habla de la práctica de la resistencia, puesto que, ya que el género lo abarca todo, no puede hacerse otra cosa que ubicarse en sus márgenes, logrando un “espacio fuera del género”, un espacio en el cual sus normativas no se cumplirían. Todavía nos quedaría aquí un planteamiento a resolver, referido a la deseabilidad o no de un posible sistema sin géneros o de otro sistema de géneros no jerárquico. Sin embargo no es éste nuestro tema aquí, ya que iríamos más allá de las intenciones de este trabajo. Pero no cabe duda que es éste un tema que requiere muchas y muy serias reflexiones abordadas por un eminente investigador italiano.2

4. Avanzando en nuestras reflexiones, nos interesa ahora destacar el tema del sujeto, en la medida en que su no ser sujeto priva de identidad y de poder a las mujeres, impidiéndoles pronunciar un discurso autorizado. Las pensadoras feministas han destacado el hecho de que la mujer no es sujeto, y por ello no se define a sí misma, sino que es designada desde una posición que no es la suya, por los otros, los varones, de modo que, desde los comienzos de la lucha feminista, durante la Ilustración y la Revolución francesa, las mujeres han trabajado por lograr el estatuto de sujeto, y una identidad propia, desde la cual definirse. Para ello, como decía De Lauretis, la mujer tiene que des-identificarse del género y ubicarse en su lugar propio, desde el cual podrá hablar con su auténtica voz. Este lugar, inevitablemente, se encuentra en los márgenes del sistema, de modo que sería un sujeto que se ubicaría en las fronteras, en el plano de la disidencia, particularmente negando los términos del contrato heterosexual.
Resulta aquí de sumo interés recordar el artículo de CUCCHIARI, Salvatore: “La revolución de género y la transición de la horda bisexual a la banda patrilocal: los orígenes de la jerarquía de género” en LAMAS, Marta Compiladora: El Género La construcción cultural de la diferencia sexual.Programa Universitario de Estudios de Género, UNAM, México, 2000. Pag.181 y ss.
En esta misma perspectiva, y más acorde con nuestros planteamientos3, Celia Amorós piensa que la caracterización del sujeto sartreano es idónea para el proyecto feminista, ya que es un sujeto que aparece dotado de
“cierta trascendencia con respecto a características adscriptivas y situaciones dadas (...) Pues es esta capacidad la que posibilita que nunca nos identifiquemos por completo con nuestra identidad que estemos permanentemente reinterpretándola y redefiniéndola. Esta posibilidad, aplicada a la identidad de género, con respecto al cual mantenemos la tesis fuerte de que es la más cardinal y constrictiva de nuestras identidades, es absolutamente fundamental para dar cuenta de la práctica feminista como práctica emancipatoria”. (Amorós, 1997, 29-30).

Esta afirmación de Celia Amorós nos permite plantear como explicación más acertada de la problemática que se plantea a partir del dato elemental de la diferencia, la propuesta por Simone de Beauvoir en El Segundo Sexo, que, pese a todas las críticas que se le han hecho, o puedan aún hacerse, sigue siendo ineludible.
Las relaciones particulares que unen la mujer y el hombre son explicadas en esta obra clave del feminismo del siglo XX, a partir de la noción de alteridad en su doble sentido, concretándola mediante la dialéctica de la conciencia, dialéctica del Amo y del Esclavo tal como la describe Hegel en la Fenomenología del Espíritu.
“La categoría del Otro”, nos dice Beauvoir, “es tan original como la conciencia misma” (Beauvoir: 1970, Tomo 1, 13.). Lo que nos interesa con Beauvoir, es señalar la importancia de la alteridad y del enfrentamiento conflictivo entre las conciencias para explicar, partiendo de allí, las relaciones entre los sexos y el rol subordinado que ha sido siempre el lote de las mujeres.
3 Remitimos a quienes nos leen, a nuestro artículo: COMESAÑA SANTALICES Gloria M. “La alteridad, estructura ontológica de las relaciones entre los sexos”, en Revista de Filosofía Vol.3. Centro de Estudios Filosóficos, Universidad del Zulia, Maracaibo 1980.
Así nos dice ella, el hombre encuentra en la mujer no solamente otro individuo, otra conciencia, sino también la expresión misma por excelencia de la Alteridad. “Ya se ha dicho que el hombre no se piensa jamás sino pensando al otro; capta al mundo bajo el signo de la dualidad y, en principio, ésta no tiene un carácter sexual. Pero, siendo naturalmente distinta del hombre, que se plantea como lo mismo, la mujer está clasificada en la categoría de lo Otro; lo Otro envuelve a la mujer...” (Beauvoir: 1970, Tomo 1, 95).

Ahora bien, lo que hace que esta situación sea problemática, no es tanto el que la mujer sea para el hombre la expresión misma de la Alteridad Absoluta (ella podría verlo a él de la misma forma), sino lo que viene a añadirse a ello: la valoración negativa que se hace de lo que es Otro, y el carácter aparentemente irreversible de esta atribución.
Así, a lo largo de la historia, la mujer ha sido caracterizada como oscuridad, maldad, noche, irracionalidad, etc., atribuyéndosele siempre todo lo que es valorizado como negativo, malo o inferior.

Sin embargo esto no sería aún suficiente para determinar una conciencia femenina oprimida, sino se añadiese a ello el carácter aparentemente irreversible que hasta el presente han tenido las relaciones entre los hombres y las mujeres. Pero, ¿cómo explicar esa irreversibilidad? La respuesta de Beauvoir no nos parece totalmente aceptable.
“... Siempre ha habido mujeres,” señala, “éstas lo son por su estructura fisiológica; por lejano que sea el tiempo histórico al cual nos remontamos, han estado siempre subordinadas al hombre: su dependencia no es consecuencia de un acontecimiento, o de un devenir, no es algo que ha llegado. La alteridad aparece aquí como un absoluto, porque escapa en parte al carácter accidental del hecho histórico. Una situación que se ha creado a través del tiempo puede deshacerse en un tiempo posterior (...). En cambio, parece que una condición natural desafía al cambio. En verdad, la naturaleza no es un dato inmutable, del mismo modo que no lo es la realidad histórica. Si la mujer se descubre como lo inesencial que nunca vuelve a lo esencial es porque ella misma no opera esa vuelta. “(Beauvoir: 1970. Tomo 1, 15).

En este fragmento, encontramos ya lo que va a ser una constante en El Segundo Sexo y que lo marca con el sello de la contradicción: hay un ir y venir entre la posición culturalista, y evidentemente existencialista, que afirma que la mujer ha devenido, y una cierta e incluso fuerte aceptación de lo que es natural, inevitable. “Su dependencia no es algo que ha llegado”. Consideramos que no se necesita tener una formación en la teoría feminista, ni tampoco una formación académica para reaccionar con un cierto grado de molestia ante algunas de las posiciones tomadas por Beauvoir. Ella lleva a menudo a un rango de caracterización ontológica lo que no tiene sino un peso histórico o cultural.

La clave de todo se encuentra, según la autora, en la valoración diferente que la conciencia humana hace del sexo que mata y del sexo que engendra. Y esto, en su opinión tiene una raíz ontológica. Incluso en los períodos históricos en que la maternidad ha sido fuente de un cierto prestigio para ella, e incluso adorada en tanto que Madre, Tierra o Diosa, la mujer no ha obtenido ningún beneficio concreto. “(...) El poder político ha estado siempre en manos de los hombres” (Beauvoir: 1970, Tomo 1, 97). La tendencia hacia el patriarcado le parece ineluctable, y ella lo exalta y lo justifica como necesario y como un progreso para la humanidad. Esta valorización del patriarcado se acompaña de una fuerte desvalorización de la mujer.

“Así el triunfo del patriarcado no fue ni un azar ni el resultado de una evolución violenta. Desde el origen de la humanidad su privilegio biológico ha permitido a los machos afirmarse solos como sujetos soberanos, y no han abrogado nunca ese privilegio, (...) Es posible, sin embargo, que si el trabajo productor hubiese seguido siendo proporcionado a las medidas de sus fuerzas la mujer hubiera realizado la conquista de la naturaleza con el hombre (...) Lo que le ha sido nefasta es que, al no convertirse en una compañera de trabajo para el obrero, ha sido excluida del mitsein humano: esa exclusión no se explica por el hecho de que la mujer sea débil y de capacidad productora inferior; el macho no reconocía en ella a un semejante porque ella no participaba de su manera de trabajar y pensar y porque permanecía sujeta a los misterios de la vida; dado que no la adoptaba, dado que conservaba ante sus ojos la dimensión del otro el hombre no podía sino hacerse su opresor.”(Beauvoir: 1970. Tomo1, 103-104. Subrayamos nosotros).

En efecto, si, como Simone de Beauvoir lo presenta, a causa de su “privilegio biológico” el hombre expresa mejor la trascendencia, y la mujer, también a causa de su biología, está condenada a la inmanencia, solamente un régimen patriarcal podía conducir a la humanidad a la situación más rica en progreso y en razón. Todo esto resulta de la interpretación ontologicista de los datos naturales y de la valoración negativa de los parámetros biológicos que hacen a la mujer diferente del hombre. Pero vemos aquí más claramente la gran contradicción que es quizás en aquel momento, finales de los años cuarenta del siglo XX, un punto de tensión inevitable, que atraviesa la obra de Simone de Beauvoir y que está en el origen del malestar que uno siente al leerla.

Es que, al tiempo que crítica como causa de la condición de subordinación de las mujeres, la afirmación del hombre como Sujeto Único y el confinamiento de la mujer en la alteridad, y la Alteridad Absoluta, ella ha adoptado igualmente, tanto para explicar la relaciones entre los sexos, como para tratar de encontrar una solución, ese mismo punto de vista no neutral, que hace del Sujeto macho la sola y única forma, pretendidamente neutra y universal, de ser Sujeto. Ni lo psicológico, ni lo biológico, pueden marcar un destino a la mujer, nos dice, e insiste en ello. La opresión de la mujer tiene una historia, es consecuencia de una valoración humana, que retoma los datos naturales y los interpreta a la luz de ciertas ideas y valores, nos dice también. Pero, a la vez, esta opresión le parece como algo dado, algo que escapa al carácter contingente de la Historia. No se puede ser más clara y más incoherente a la vez.

Y si bien pues lo que es más importante según ella para explicar el origen de la opresión no es la particular biología de la mujer, sino la valoración que la sociedad hace de ella, la realidad es que, el factor biológico, aunque diga lo contrario, es aquí en su opinión fundamental. Así pues podemos acusar a Beauvoir de biologicismo y reconocer que, desde este punto de vista sus explicaciones exigen una corrección. En cuanto a su recurso a la ontología para explicar la condición oprimida de la mujer, tenemos también que señalar, como ya lo hemos dicho, que esto no hace sino empeorar las cosas para las mujeres, dándole un carácter esencial a lo que no es sino contingente y arbitrario producto cultural.

A pesar de nuestra lectura crítica de la explicación beauvoiriana de las relaciones desiguales mujer-varón por la alteridad, nos sigue pareciendo ésta, como hemos dicho, la mejor explicación. Su percepción del problema, y las dificultades que tuvo para resolverlo sin caer en contradicciones, podrían mejorar mucho si utilizamos la noción de habitus tal como la maneja Bourdieu. (1995, 133-134). Para este sociólogo francés, las diferencias de identidad se constituyen como habitus mediante un arduo trabajo de socialización. En todas las culturas, lo que se atribuye a las mujeres, aparece como lo opuesto a lo que se atribuye a los varones, y esto es muy fuerte, particularmente en el plano de lo simbólico. La consecuencia de esto es que acabamos percibiendo el mundo desde la perspectiva de esta división, favorable y dominante en interés de los varones. Y de esta manera, el mundo dominante parece ser lo natural e inmutable, y haber sido siempre así. Esto es lo que le da su inercia y su fuerza de permanencia, e incluso pesa en su favor a la hora de intentar cambios en la posición de cada uno de los sexos-géneros en este caso.

Todo lo que hemos señalado hasta aquí, diferencia sexual retomada por la alteridad, concretada en un mundo patriarcal según el sistema de sexo-género, y convertida prácticamente en un habitus, permitirían explicar, que no justificar, entre todas las formas de violencia que ejerce el ser humano sobre sus semejantes, la particular violencia que sufren y han sufrido permanente y cotidianamente las mujeres por parte del conjunto de los varones.

5. Pero ahora queremos presentar esa violencia sexuada y sexual en su verdadera dimensión, es decir como un mal, radical, banal y peor aún, banalizado. Este mal, afecta a las mujeres desde que vienen al mundo, y se encuentra de tal manera extendido y difundido por todas partes, que para muchas y muchos es algo prácticamente natural, inevitable, como una consecuencia esencial que vendría incluido en el ser mujer y habría que aceptar. Obviamente esta es una perspectiva equivocada, de modo que debemos rechazarla y desentrañar el problema del mal y su relación con las mujeres y lo que se ha llamado femenino. Empecemos pues por definir el mal. Para ello seguiremos en primer lugar el planteamiento de la teóloga ecofeminista Rosemary Radford Ruether en su libro Gaia y Dios.

La autora plantea en primer lugar la capacidad que tenemos para distinguir el ser del deber ser, percibiendo que las cosas no son como debieran y que podrían ser de otra manera. Sin embargo rechaza la absolutización de esas dos posibilidades, en un bien absoluto o en un mal absoluto. No podemos entrar ahora a discutir esta manera de ver las cosas. Lo que nos interesa destacar es su planteamiento de que una vez que se cae en estos absolutismos, es muy grande la tentación de identificar personas, grupos humanos o cosas con la parte maligna o bondadosa de la polaridad bien-mal. “La falsa denominación del mal como otredad física y social y los esfuerzos de los machos dominantes por protegerse del mal separándose de esa otredad (recuérdese el concepto beauvoiriano de alteridad aplicado a la mujer) dan lugar a ideologías que ¡justifican hacer el mal a otros como medio para vencerlo!” (Radford Ruether, 1993,126).

Por otra parte nos interesa destacar su definición del mal desde una perspectiva ecológica, de modo que podamos fundamentar una ética que no se base en la negación de lo que es otro “-mujer, cuerpo, animal, paganos, gentiles, bárbaros(o los reversos contraculturales de esas proyecciones)” (Radford Ruether, 1993,126) y su rechazo fuera y lejos de nosotros, justificador de tantas conductas agresivas y destructivas. Así, nos dice: que
“...la realidad del mal no se encuentra en algo que esté afuera. No se puede escapar de él, y de hecho está exacerbado por los esfuerzos que hacemos para evitarlo separándonos de aquella cosa. Más bien el mal se encuentra en la mala relación. Todos los seres viven en comunidad, tanto con miembros de su propia especie como con otros de los cuales dependen para alimentarse, respirar, obtener materiales de construcción y retroalimentación afectiva. Aún así hay una tendencia en el propio impulso vital de cada especie a llevar hasta el máximo su propia existencia y por ende a proliferar de una manera cancerígena que destruye su propio soporte biótico. (...) La fuerza vital en sí misma no es inequívocamente buena (yo diría que tampoco mala), pero se torna mala cuando se lleva a su máximo a expensas de otros. En este sentido el bien estriba en los límites, en un equilibrio entre nuestro propio impulso vital y los impulsos vitales de todos los otros con los que nos encontramos en comunidad, de manera que el todo permanece en una armonía que sustenta la vida.”(Radford Ruether, 1993, 126).4
Cursivas de la autora.

Si aplicamos esta definición al asunto que nos ocupa, podríamos decir que, efectivamente, los machos de nuestra especie, como le gustaba decir a Beauvoir, han sobrepasado todos los límites desde los tiempos del patriarcado, han crecido como grupo dominador, se han desarrollado y han ocupado todas las parcelas del mundo, del poder y de la cultura a expensas de las mujeres. Si algo anda mal en las relaciones entre las dos mitades de la humanidad es precisamente ese abuso, esa imposición de la fuerza vital masculina sobre la femenina, desequilibrando la relación hasta un punto en que, finalmente, tal como pasa con el planeta, los varones, si la gente femenina no reequilibra las cosas, si no se defiende, acabarán conjuntamente con la Tierray con esa mitad sin la cual no pueden subsistir ni existir, y que en realidad debería serles tan valiosa, tan cara, que desde hace tiempo tendrían que haber evolucionado hacia lo verdaderamente humano, hacia formas de mayor complejidad-conciencia y hacia lo alto, como diría Teilhard de Chardin.(Teilhard de Chardin, 1965, 313).

Nos referiremos ahora a la teóloga ecofeminista brasileña Ivone Gebara, que en su libro, El rostro oculto del mal, nos invita a darnos cuenta de que los discursos teóricos sobre la igualdad, ya sea que se afirme o que se demande, han servido para ocultar la desigualdad cultural e histórica, en la experiencia concreta, afectando particularmente a los grupos de personas que se encuentran en los niveles más bajos de la escala social, o que sufren un mayor grado de marginación y subordinación. Así es el caso de las personas de raza negra, por ejemplo, de las etnias indígenas, o de los pobres, y particularmente de las mujeres en todos los casos, pero sobre todo, las mujeres pobres, y entre las pobres, las de raza negra o pertenecientes a una etnia. Valiéndose de la mediación del género, Gebara estudia los “males” concretos de las mujeres desde una estructura social y cultural que les impone un lugar inferior en la jerarquía de los seres humanos.”(Gebara, 2002,35).

Utilizando testimonios de primera mano, y aplicando además de la metodología de género, los métodos fenomenológico y hermenéutico, esta autora nos habla de cuatro formas en que se manifiesta el mal que sufren las mujeres: el mal de “no tener”, que está vinculado a la obligación que en todas las culturas se impone a las mujeres de alimentar, dar el sustento a la familia, además de atender a los enfermos, y a los moribundos, “ como si ellas hubieran de ser las primeras en dar testimonio de la vida y de la muerte.” (Gebara, 2002, 40). Esta responsabilidad cultural que se impone a las mujeres, se convierte en una carga, un “destino”, algo que no sólo les impide desarrollar sus potencialidades, sino que las hace resignarse, conformarse, o a veces rebelarse, pero en todo caso, sentirse culpables cuando no tienen qué dar de comer a sus hijos o no quieren asumir el cuidado de los enfermos o ser el soporte emocional de los suyos. “El mal no reside en el servicio, dice la autora, sino en su imposición, en la determinación de un determinado papel como si de su destino se tratara”. (Gebara, 2002, 41).

A este se añade el mal de “no poder”, en todas sus formas y expresiones, que Gebara presenta a partir de varios casos concretos de mujeres pobres, o que han sufrido el mal de la muerte de un hijo o hija, o la misma dificultad de vivir en un cuerpo femenino en medio de un mundo masculino.

“Esta cotidianidad del bien/mal acompaña las necesidades más vitales del cuerpo. Es el mismo lugar de la perdición: cuerpo condenado por el hambre, cuerpo condenado por la sed, cuerpo condenado por la falta de vivienda, cuerpo condenado por la enfermedad, cuerpo golpeado, cuerpo expuesto a la violencia..., cuerpo sin salvación. Pero se trata de una salvación concreta, de una salvación en lo cotidiano, una salvación para este tiempo, para esta vida y esta historia. Está tan lejos de los grandes proyectos de la economía mundial, de las estadísticas oficiales o de los apocalipsis religiosos... Tan lejos también de la salvación de los cielos y de las promesas mesiánicas...” (Gebara, 2002, 44).

Gebara quiere referirse aquí no solo a la impotencia humana en general de quien sufre de la enfermedad, la muerte, el hambre o el frío, sino a la particular impotencia, o más bien carencia de poder que sufren y contra la cual luchan las mujeres, que no tienen la misma libertad de expresión, puesto que su palabra no es valorada, su cuerpo no es respetado, no tienen las mismas oportunidades sociales, y democracia no significa lo mismo para ellas, las más de las veces apartadas de todos los centros de poder donde se toman las decisiones...

El tercer mal del que sufren las mujeres es el mal de “no saber”, y para muchos, este mal ya no existiría hoy en día en que las mujeres tienen pleno derecho a la educación. Pero, aunque no pueda decirse que las mujeres siguen encontrando dificultades, límites y prohibiciones como en la época de Sor Juana Inés de la Cruz, cuyo sufrimiento por el ansia de saber, hasta finalmente perecer después de duros castigos, relacionados también con su ser como religiosa, analiza la autora, sí puede considerarse que por multiplicidad de razones, muchas mujeres, sobre todo las más pobres, ven dificultada aún más su vida por la ignorancia, por la imposibilidad de estudiar, cuando la supervivencia cotidiana es la prioridad, y ellas deben responder, ante todo, como ya dijimos, por la vida de las otras personas que conforman su familia o comunidad.

Por otra parte, el poder que el saber otorga, y la liberación que produce el conocimiento, siguen estando en manos y bajo el control de los varones, pues la ideología es tan fuerte, que la carencia de conciencia de grupo, en la mayoría de las mujeres, las lleva a comportarse como si fuesen hombres, de modo que por lo general, poco beneficia a la mayoría de las mujeres el hecho de que muchas de ellas se encuentren en cargos encumbrados, o hayan accedido a las alturas del saber. De todas formas, también aquí, el discurso masculino sigue siendo más valorado que el femenino.

Y con esto entramos en el cuarto mal que menciona Ivonne Gebara, el mal de “no valer”. En este sentido señala la autora:
“El “valer” es un lugar más de crucifixión para las mujeres. No sólo se trata del valor que se les atribuye a las mujeres en relación con los hombres, sino también en relación con otras mujeres. Hay mujeres que sólo valen como” objetos”, y “objetos” de placer o de venganza, “objetos de placer o de odio. Las “mujeres objeto” tienen dificultades para afirmarse como autónomas, como “sujetos”, capaces de orientar su historia a pesar de lo involuntario que hay en toda vida humana” (Gebara, 2002, 57).

Lo interesante del libro de Gebara, al igual que la definición que hemos propuesto del concepto de mal, a partir de la obra de Rosemary Radford Ruether, es el hecho de que no nos hablan de un mal metafísico, abstracto y absoluto, sino del mal concreto que afecta a todos los grupos humanos subordinados, a aquellos que para los dominadores, los machos del planeta, son “los otros”, la alteridad absoluta, como decía S. De Beauvoir, así como a la naturaleza, que se ve como algo que está allí al servicio del hombre, para ser utilizada y explotada. En ese sentido no es casual el hecho ideológico de que los grupos oprimidos sean asimilados a la naturaleza, vistos como instintivos, primitivos, y que, al igual que aquella, de la cual el hombre se pretende amo y señor, “necesitan” ser dominados.
Por otra parte deseamos plantear aquí los conceptos de mal radical y banalidad del mal, ambos a partir del pensamiento de Hannah Arendt, pues nos parece que dichos conceptos son aplicables para calificar la violencia que sufren las mujeres cotidianamente en el mundo entero y por el solo hecho de ser tales. Para introducirlos, nos interesa destacar, desde la perspectiva de la autora, la relación entre el pensamiento y la facultad de juzgar, el juicio. El objeto de la facultad de juzgar es siempre un objeto particular, y si el juzgar se aleja del mundo de los fenómenos, lo hace sólo de manera temporal. La distancia que debe asumir quien juzga, no equivale a la retirada del filósofo, que para cumplir su bios teoreticós se aparta completamente del mundo de los fenómenos y de las demás personas mientras dura su actividad de pensar. El que juzga, en cambio, permanece en el mundo de los fenómenos, aunque se sustrae a una participación inmediata, contemplándolo todo desde una posición privilegiada.
Así pues, la facultad de juzgar es un poder que se revela como crucial para la realidad humana y su estadía en el mundo. Pero, al igual que sucede con el pensamiento, que nos permite tomar distancia con respecto a la realidad, esta capacidad de juzgar puede ser destruida en el individuo, y dar origen a los mayores males, sin que la persona que deja de ejercer tanto su facultad de pensar como la de juzgar, parezca estar fuera de la más anodina normalidad. Sabemos que el caso Eichmann (Arendt, 1967), fue el que determinó que Arendt emprendiese estas formidables reflexiones de La Vida del Espíritu, dejando así en claro que las actividades mentales no son extrañas a la vida activa, y que muy al contrario, no puede prescindirse de ellas.

La pregunta que se plantea Arendt en la Introducción a La Vida del Espíritu, es: “¿puede estar relacionado el problema del bien y del mal, nuestra facultad de distinguir lo que está bien de lo que está mal, con nuestra facultad de pensar?” (Arendt, 1984, 15) y más adelante insiste: “la actividad de pensar en sí misma, el hábito de examinar todo lo que acontezca o llama la atención, independientemente de sus resultados o contenido específico, ¿podía esta actividad estar entre las condiciones que empujan a los hombres a no hacer el mal,5 o incluso, los “condicionan” frente a él?” (Arendt, 1984, 15). Esta pregunta pone en evidencia que es indispensable, no sólo reflexionar sobre nuestra facultad de pensar, sino sobre el ejercicio de nuestra capacidad de juzgar. Esta última, íntimamente ligada al pensar, no es sino el mismo pensamiento, que una vez de regreso de su diálogo interior, en el cual ha estado en contacto con las representaciones invisibles de lo ausente, los conceptos, se vuelve hacia lo particular del mundo de los fenómenos para dar un dictamen que ha de ser imparcial y desinteresado, so pena de volver espuria la actividad mental y sus posibilidades.
5 Subrayamos nosotr@s.

La respuesta a la que finalmente llega nuestra autora en el recorrido por La Vida del Espíritu, es que en efecto, es la ausencia de reflexión y de aplicación de la facultad de juzgar la que posibilita que se cometan los mayores males, las mayores monstruosidades como si fuese algo banal y por parte sobre todo de seres que no parecen ser monstruosos, sino anodinos y banales ciudadanos. Por eso habla de la banalidad del mal, expresión con la que subtitula su libro Eichmann en Jerusalén (Arendt, 1963), y la cual ha dado siempre origen a malos entendidos, muchas veces sin conocer bien ésta, y mucho menos las otras obras de la autora. Y precisamente al respecto escribe en el prólogo de La Vida del Espíritu (Arendt, 1984, 14,15):

“Me impresionó la manifiesta superficialidad del acusado, que hacía imposible vincular la incuestionable maldad de sus actos a ningún nivel más profundo de enraizamiento o motivación. Los actos fueron monstruosos, pero el responsable -al menos el responsable efectivo que estaba siendo juzgado- era totalmente corriente, del montón, ni demoníaco ni monstruoso. No había signo en él de firmes convicciones ideológicas ni de motivaciones especialmente malignas, y la única característica notable que se podía detectar en su comportamiento pasado y en el que manifestó a lo largo del juicio y de los exámenes policiales anteriores al mismo fue algo enteramente negativo: no era estupidez sino falta de reflexión. (…) La ausencia de pensamiento ante la que me encontré no obedecía ni a un olvido de comportamientos o hábitos anteriores, presumiblemente buenos, ni a la estupidez, en el sentido de incapacidad para comprender -ni siquiera en el sentido de “locura moral”-, pues fue igual de evidente en todas las circunstancias donde aparecían decisiones que podemos calificar como éticas o problemas de conciencia.”

Pero lo que constituye buena parte de la originalidad arendtiana en este punto, es el hecho de remitirse a Kant, poniendo al descubierto, detrás de la crítica kantiana del juicio, una filosofía política. A diferencia de lo que se ha considerado siempre como el núcleo de la filosofía política Kantiana, que se encontraría en La Crítica de la Razón Práctica, es decir la facultad de legislar de la razón, basada en la necesidad de que el pensamiento esté de acuerdo consigo mismo, Arendt destaca más bien el valor que tiene en la Crítica del Juicio, la insistencia de Kant sobre la necesidad de ser capaz de pensar poniéndose en el lugar de los demás. Así,

“el poder del juicio descansa en un acuerdo potencial con los demás, y el proceso de pensamiento que se activa al juzgar algo no es, como el meditado proceso de la razón pura, un diálogo entre el sujeto y su yo, sino que se encuentra siempre y en primer lugar, aun cuando el sujeto esté aislado mientras organiza sus ideas, en una comunicación anticipada con otros, con los que sabe que por fin llegará a algún acuerdo. De este acuerdo potencial obtiene el juicio su validez potencial.” (Arendt, 1996, 232).

Algunos de los estudiosos del pensamiento de Arendt señalan que para ella la posibilidad de pensar ampliada se debe a la imaginación, es decir, la capacidad de ponerse en el lugar del otro, de pensar desde su lugar, la capacidad, intersubjetiva y política por excelencia, de compartir el mundo. Según Arendt, este pensamiento crítico o ampliado, no consiste en una compenetración tal que 6permita saber lo que realmente sucede en el espíritu de los otros, sino en pensar por uno mismo, aceptando que el otro tiene su propio punto de vista, y es capaz de moverse de manera de construir un pensamiento sin limitaciones, que parta de las particularidades para llegar al punto de vista general que nos permite mirar, contemplar, formar juicios, reflexionar con imparcialidad sobre  los juicios humanos, preparándonos para la actuar con sentido común. Y es precisamente de esta capacidad de la que carecía por completo Eichmann, el acusado al que ella se refiere, señalando que “era prácticamente incapaz de de ver las cosas desde un punto de vista diferente al suyo” (Arendt, 1963, 83).

6 Utilizamos la versión francesa de Eichmann en Jérusalem, porque nos parece que en este caso concreto da una expresión más ajustada a lo que queremos destacar. Traducción nuestra.

Queda ahora por presentar el concepto de mal radical, que como vemos la autora toma de Kant, tratando con ello de expresar en conceptos algo tan monstruoso que es imposible conceptuar, y de encontrar una especie de “explicación” a lo que ella misma sabe que es inexplicable7. Como el asunto tratado aquí es de extrema importancia y requiere la mayor atención al detalle, nos permitimos reproducir enteramente este texto que se encuentra al final del capítulo XII, Tercera parte, de Los Orígenes del Totalitarismo (Arendt, 1974, 556-557):

“Hasta ahora, la creencia totalitaria de que todo es posible, parece haber demostrado sólo que todo puede ser destruido. Sin embargo, en su esfuerzo por demostrar que todo es posible, los regímenes totalitarios han descubierto sin saberlo que hay crímenes que los hombres no pueden castigar ni perdonar. Cuando lo imposible es hecho posible se torna en un mal absolutamente incastigable e imperdonable que ya no puede ser comprendido ni explicado por los motivos malignos del interés propio, la sordidez, el resentimiento, el ansia de poder y la cobardía. Por eso la ira no puede vengar; el amor no puede soportar; la amistad no puede perdonar. De la misma manera que las victimas de las fábricas de la muerte o de los pozos del olvido ya no son “humanos”a los ojos de sus ejecutores, así estas novísimas especies de criminales quedan incluso más allá de la solidaridad de la iniquidad humana.

7 Esto ya lo dice Paul Ricoeur en su Prefacio a La Condición Humana en su versión francesa: “Si es cierto que detrás de la política de los regímenes totalitarios “se esconde un concepto totalmente nuevo, sin precedente, del poder”, (aquí cita a la autora) este concepto debe ser, propiamente, impensable. Es precisamente ésta la paradoja epistemológica sobre la cual se rompe Los Orígenes del Totalitarismo”. Arendt Hannah: Condition de l´homme moderne. Ed. Calmann-Levy, Paris, 1983. Pág.12. Traducción nuestra.

Es inherente a toda nuestra tradición filosófica el que no podamos concebir un “mal radical”, y ello es cierto tanto para la teología cristiana, que concibió incluso para el mismo Demonio un origen celestial, como para Kant, el único filósofo que, en término que acuñó para este fin, debió haber sospechado al menos la existencia de este mal, aunque inmediatamente lo racionalizó en el concepto de una “mala voluntad pervertida”, que podía ser explicada por motivos comprensibles. Por eso no tenemos nada en qué basarnos para comprender un fenómeno que, sin embargo nos enfrenta con su abrumadora realidad y destruye todas las normas que conocemos. Hay sólo algo que parece discernible: podemos decir que el mal radical ha emergido en relación con un sistema en el que todos los hombres se han tornado igualmente superfluos. Los manipuladores de este sistema creen en su propia superfluidad tanto como en la de los demás, y los asesinos totalitarios son los más peligrosos de todos porque no se preocupan de que ellos mismos resulten quedar vivos o muertos, si incluso vivieron o nunca nacieron. 

El peligro de las fábricas de cadáveres y de los pozos del olvido es que hoy, con el aumento de la población y de los desarraigados, constantemente se tornan superfluas masas de personas si seguimos pensando en nuestro mundo en términos utilitarios. Los acontecimientos políticos, sociales y económicos en todas partes se hayan en tácita conspiración con los instrumentos totalitarios concebidos para hacer a los hombres superfluos. 

La tentación implícita es bien comprendida por el sentido común utilitario de las masas, que en la mayoría de los países se sienten demasiado desesperadas para retener una parte considerable de su miedo a la muerte. Los nazis y los bolcheviques pueden estar seguros de que sus fábricas de aniquilamiento, que muestran la solución más rápida para el problema de la superpoblación, para el problema de las masas humanas económicamente superfluas y socialmente desarraigadas, constituyen tanto una atracción como una advertencia. Las soluciones totalitarias pueden muy bien sobrevivir a la caída de los regímenes totalitarios bajo la forma de fuertes tentaciones, que surgirán allí donde parezca imposible aliviar la miseria política, social o económica en una forma valiosa para el hombre”8.
8 Las negritas son nuestras. 

Creemos que nos está permitido leer el texto arendtiano en clave del sistema de sexo-género, haciendo los debidos ajustes en cuanto a los criminales y a quienes sufren este banalizado mal radical por el sólo hecho de haber nacido mujeres, vale decir, un poco más de la mitad de la especie humana. Por otra parte, la advertencia final nos parece casi profética, aplicada a la situación de las mujeres en cuanto blancos de la violencia masculina. De modo que no se nos diga que no puede compararse a los varones violentos con los ejecutores de soluciones totalitarias.

 No nos parece exagerado nuestro planteamiento, en la medida en que ciertamente, en la violencia de todo tipo que sufren las mujeres puede hablarse de un crimen contra la humanidad, y de un mal radical9 por las proporciones que esta violencia reviste y ha revestido a lo largo de los tiempos y por la manera en que este hecho ha quedado oculto y se ha banalizado de una forma vergonzosa, pero también por la banalidad de los verdugos, que se encuentran en todos los grupos, clases, razas, etnias o colectivos sociales, o como quiera llamárseles. Algunas autoras han hablado incluso de feminicidio, y ciertamente, a la vista de las proporciones que tiene el problema, no dudamos en darles la razón. El ejemplo más notorio de todo esto que con más frecuencia señalábamos, era siempre la cacería de brujas, a partir del siglo XV. En este sentido podemos citar a Hans Küng, (2002, 96) quien al referirse al tema, cita investigaciones modernas que afirman:

“ Que tales procesos, si se exceptúan las persecuciones de los judíos, dieron lugar a la mayor matanza humana no bélica llevada a cabo por hombres en Europa” (Gerhard Schormann ); cuando está claro que, a pesar de que se dieran casos de denuncias de mujeres por mujeres, a pesar de todo, puesto que eran hombres los que actuaban como especialistas, teólogos y juristas, jueces e inquisidores, se trató “de una matanza masiva de mujeres llevada a cabo por hombres” (Claudia Honnegger),...” 10
9 que se pierde en la “noche de los tiempos” y que no cesa de producirse de una manera dramática en nuestros días.
10 Subraya el autor.

Aparte de esto, que muchas veces, a pesar de su gravedad y proporciones ha quedado en el olvido, o como mucho, se usa como tema para películas de época, siendo el caso más utilizado por la industria fílmica el de Juana de Arco, hemos de mencionar el caso de las deformaciones de los pies hasta la época de Mao en la China, la práctica, corriente en ese país, en que se permite tener un solo hijo, y prefieren que sea varón, lo cual origina el abandono de niñas, o el aborto cuando se sabe que se trata de un feto femenino, las mutilacions sexuales de terrible impacto y amplitud en enormes zonas de África, el encierro y la negación de las mujeres como seres humanos en muchos países    musulmanes en que se aplica estrictamente la sharia, el derecho común derivado del Corán, hasta llegar a la negación prácticamente total de la realidad y de la humanidad de las mujeres por parte de los talibanes en Afganistán, en donde las mujeres sufren aún formas terribles de la aplicación de códigos tribales, pese a la caída del régimen taliban, pasando por la cotidiana violencia que sufren todas las mujeres prácticamente de todos los sectores sociales en los diversos países occidentales, desde los más pobres a los más industrializados. Y por si fuese poco, tenemos el caso de los feminicidios que se siguen sucediendo desde hace varios años en Ciudad Juárez, México, y en zonas aledañas, todas ellas cercanas a zonas fronterizas con Estados Unidos, y que no se han esclarecido aún por falta de voluntad política y moral. La lista de horrores no acabaría nunca. Casi puede caerse en la tentación de afirmar, como lo hace Germaine Greer que,

“La crueldad de los hombres contra las mujeres no se puede explicar como una mera manifestación de agresividad ni tampoco como producto de un ataque de furia incontrolada. 

(...) Por fin hemos comprendido que la violación no tiene nada que ver con el apetito sexual y sí mucho con el desprecio; el acoso sexual también tiene su origen en el odio y el resentimiento contra la mujer intrusa. Ahora nos falta comprender que el desprecio es fuente de placeres particulares y que estos son adictivos. (...) La mujer maltratada pocas esperanzas puede tener en que algo cambie mientras se empeñe en seguir confiando contra toda esperanza en que podrá mantener unida a su familia si perdona a su maltratador y acepta que la culpa es suya. Su fe ciega en que su maltratador la quiere, cuando en realidad la detesta, puede llegar a costarle la vida. Los programas más eficaces contra la violencia doméstica son los que insisten en que se debe poner fin a la relación abusiva. (Greer, 2000, 436,438-439).


A MODO DE CONCLUSION


La cura posible: el cambio hacia una sociedad más gilánica. No es aquí nuestro objetivo ni está en nuestras posibilidades en este trabajo presentar la solución concreta e inmediata a este terrible problema, ni señalar las metodologías actuales para enfrentarlo, incluyendo las de tipo legal. Manteniéndonos en nuestra perspectiva descriptiva, explicativa y crítica, que nos parece fundamental a la hora de aportar soluciones, deseamos ofrecer algunas ideas que pueden contribuir a resolver el 40 problema de la violencia que sufren las mujeres. Lograr una toma de conciencia del mismo, y entender que el violento seguirá siéndolo y hay que alejarse de él, es ya un enorme avance. Pero la perspectiva de una solución total, que haga de estas situaciones la excepción y no la norma, solo la alcanzaremos si luchamos contra la violencia con armas no violentas, promoviendo el tipo de sociedad que Riane Eisler en su libro El Cáliz y la Espada, llama gilánica:

“Para describir la alternativa real a un sistema basado en la jerarquización de una mitad de la humanidad sobre la otra, propongo el nuevo término gilania (gylany). Gy deriva de la raíz griega gyne, o “mujer”. An deriva de andros u “hombre”. La letra l entre ambas tiene un doble significado. En inglés representa la vinculación entre ambas mitades de la humanidad, más que su jerarquización, como en androcracia. En griego deriva del verbo lyein o lyo, que a su vez tiene un doble significado: solucionar o resolver (como en análisis-analysis). En este sentido, la letra l representa la resolución de nuestros problemas a través de la liberación de ambas mitades de la humanidad de la idiotizante y distorsionadora rigidez de roles impuesta por las jerarquías de dominación inherentes a los sistemas androcráticos.” (Eisler, 1996, 119-120).

Es preciso hacer esfuerzos por proteger a las mujeres frente a la violencia masculina, enseñándolas a defenderse tanto legalmente como física y psicológicamente, enseñándoles a ser sobrevivientes y no víctimas, si no han logrado vivir en una situación exenta de violencia, (lo cual, dadas las circunstancias actuales es casi imposible), enseñándolas a no detenerse en el proceso de victimización, sino trascenderlo, dejando atrás los episodios violentos y a los violentos para construirse otra vida como sobrevivientes por medio de la afirmación personal, la superación de las situaciones y la lucha colectiva por cambiar este estado de cosas a través de la toma de conciencia y la solidaridad entre mujeres. Es preciso sanar a las mujeres que han sufrido violencia y a las mujeres en general, en cuanto han sido educadas para soportar. Pero es preciso educar también a los hombres, a quienes el sistema patriarcal, o androcrático, como dice Eisler, han convertido en verdugos. Y si a las mujeres debemos decirles: “no tenéis el deber de ser víctimas”, a los hombres hemos de decirles “no tenéis el derecho de ser verdugos.” Ambos sois iguales en equidad y sujet@s de derechos y deberes.



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Fuente: http://www.scielo.org.ve/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S1316-37012006000100002

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