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10 de marzo de 2017

EL PATRIARCADO INCONCIENTE





                 Imagen: "La pequeña panadera". Ana Luisa Muñoz Flores



El patriarcado inconsciente


La creciente inclusión de la mujer en los ámbitos culturales y políticos desde fines del s. XIX fue consecuencia de la puesta en crisis y desarticulación de forma cada vez más creciente del fundamento de la organización social en Occidente:
la familia patriarcal, caracterizada por la autoridad unilateral ejercida por el padre, jefe de familia y dueño del patrimonio (literalmente, "lo recibido por línea paterna") que incluía tanto los bienes materiales como los esclavos, la esposa y los hijos.
En cierto modo, los movimientos feministas del siglo XX han logrado grandes triunfos históricos, al hacer equivalentes muchos de los derechos sociales de hombres y mujeres en la mayoría de los países de Occidente.

El voto femenino, el derecho al divorcio y el empleo igualitario, pueden ser considerados, quizás en igual medida, tanto triunfos de la expansión del feminismo como del desarrollo general de una conciencia humana más democrática y liberal.

Otros derechos sociales, como la interrupción voluntaria del embarazo (el derecho de la mujer a decidir sobre su propio cuerpo), están ya contemplados por la ley en numerosos países del mundo, y en muchos otros están actualmente en discusión.

En las primeras etapas del feminismo, generalmente se había supuesto que el patriarcado fue sólo un cambio en las relaciones sociales de poder que sentó las bases para el sometimiento de las mujeres por los hombres.

Sin embargo, como hemos visto a lo largo de los artículos precedentes, no podemos entender al patriarcado únicamente como un modo de relaciones sociales de poder, sino como una lógica simbólica fundamental que ha configurado nuestra historia humana y sobre la que se han sostenido o construido todos los aspectos de nuestra cultura.

¿Qué es, entonces, el patriarcado hoy en día?


Desde un punto de vista psicológico, el establecimiento del patriarcado en lo inconsciente colectivo no se tradujo únicamente en una "mejoría" social para los hombres, sino principalmente en la imposición de roles endurecidos y universalizados que definieron y delimitaron culturalmente el comportamiento socialmente aceptable de los hombres y las mujeres, constriñendo a ambos géneros por igual en sus posibilidades de expresión, no sólo políticas y sociales, sino en la propia expresión de su ser.

"En los dos casos los rasgos positivos que tradicionalmente se han asociado a cada uno de los dos sexos, se han convertido en caricaturas frustrantes de lo que hombres y mujeres deberían ser".
(Myriam Miedzian, Chicos son, hombre serán, 1995)
En la cultura patriarcal, irónicamente, el hombre ha sido forzado a ajustarse a una imagen extremadamente estrecha y mutilada de sí mismo:
la de una virilidad fuerte, inflexiblemente segura, exclusivamente racional, con la que no son compatibles la debilidad, ni el miedo, ni la tristeza, ni la sensibilidad emocional, ni la empatía, ni la expresión estética, ni las demostraciones profundas de afecto.
En la mística de la masculinidad patriarcal, todos estos rasgos son considerados implícitamente femeninos y, por lo tanto, degradantes.
"Este código ético es interiorizado desde la infancia por los varones desde distintos ámbitos [...]: el familiar, el educativo, el de las relaciones entre iguales, el deportivo y el de la cultura de masas.

Por mandato social, el hombre tiene que aprender a reprimir y ocultar sentimientos […] Para construir esta personalidad el hombre "no llora", no siente miedo, se controla y evita caer en debilidades afectivas [...]

Transgredir cualquiera de los preceptos sociales que le califican como "hombre de verdad", puede suponer poner en duda su masculinidad y ser tratado como no masculino o afeminado con el carácter de inferioridad que ello conlleva.

Por eso, si hay algo peor que "no ser hombre" es ser homosexual, porque esto le acercaría mucho más a ser femenino, que es la mayor categoría de inferioridad."
(López Castro, Cómo influye el patriarcado en la masculinidad arquetípica, 2007)
El hombre patriarcal, además, para consolidarse como tal, debe ser un conquistador, debe competir y triunfar en la guerra individualista por conquistar espacios de poder (donde poder equivale a acumulación de dinero y status social).

En términos económicos, esa guerra se ha traducido en capitalismo global.


Por su parte, la mujer patriarcal fue considerada casi exclusivamente en dos estereotipos masculinos contrapuestos que pasarían a confinar su destino o etapas inevitables en su vida: el de mujer-objeto y el de madre.


Fuera de estos estereotipos, la mujer sería definida como un ser obediente, pasivo, carente de pensamiento crítico o capacidades intelectuales que le permitan ser tenido seriamente en cuenta en las cuestiones importantes de la sociedad.

 La revolución feminista significó en gran medida el cuestionamiento de estos prejuicios patriarcales, abriendo las puertas a las mujeres para integrarse de forma más igualitaria en las esferas laborales e intelectuales de la cultura.

Pero si bien hoy se reconoce cada vez más colectivamente en la sociedad occidental que las mujeres tienen las mismas capacidades intelectuales que los hombres y gozan cada vez más de sus mismos derechos, su inclusión social ha sido en términos de "lo masculino".

En este sentido, en el siglo XX muchas mujeres abandonaron la identificación inconsciente con los estereotipos femeninos tradicionales del patriarcado para abrazar el estilo heroico "masculino" de la modernidad competitiva sedienta de logros capitalistas en la arena del mercado.
"En los primeros días del feminismo, por ejemplo, muchas mujeres quisieron disipar el mito de la biología como destino y demostrar la capacidad de la mujer para pensar claramente, gobernar con autoridad y alcanzar lo que alcanzan algunos hombres.

A resueltas de ellos, algunas mujeres se volvieron adictas a la embriagadora fiebre de la productividad, convirtiéndose en adictas al trabajo y pretendiendo ser «supermujeres». Así como sus madres pueden haber sacrificado el trabajo por el amor, ellos pueden haber sacrificado las relaciones amorosas en beneficio de sus carreras […].

Ahora las mujeres dicen sentirse insatisfechas con estas nuevas sendas, lamentando la pérdida de la feminidad […], de perder el contacto con nuestros instintos femeninos, al haber dado prioridad al desarrollo de la identidad individual a costa de los valores de relación."
(Connie Zweig, Ser mujer: el nacimiento de la feminidad consciente, 1990)
En su rol de objeto-sexual, la mujer ha pasado de ser el atractivo trofeo del varón conquistador a un objeto más de consumo en la sociedad capitalista, reproducido e impuesto por los medios hegemónicos de comunicación, especialmente a través de la publicidad, cuyo objetivo no es sólo vender un producto, sino una imagen ideal y un estilo de vida acordes con los valores de la sociedad de mercado.

Los estereotipos de la normalmente inalcanzable "feminidad ideal" impuestos por el mercado ejercen una enorme presión social en la mujer actual, la cual suele traducirse en frustración y en variadas patologías psicológicas.


Sin embargo, estos roles estereotipados y patológicos, en la medida en que comienzan a volverse conscientes, se están viendo debilitados, flexibilizados y cuestionados de manera cada vez más creciente.

Su transformación puede ser considerada como un aspecto inevitable de la necesidad colectiva de evolucionar hacia una nueva cultura.

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