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6 de marzo de 2017

LA ERA DE LA MADRE






   Imagen: "Tanit". Ana Luisa Muñoz Flores


 Desde que el antropólogo suizo Johann Bachofen concibiera, a fines del siglo XIX, el concepto de "matriarcado" para describir el modo de organización social de las sociedades humanas previas a la existencia de las llamadas "culturas clásicas" (griega y romana), incontables investigadores y teóricos culturales se han ocupado profusamente de este tema y, a pesar de los numerosos aspectos aún inciertos, existe hoy en día un consenso general sólidamente establecido al respecto.

Hasta donde se sabe, el llamado matriarcado fue un fase de varios miles de años que la mayoría de las culturas ha atravesado, fase que puede trazarse aproximadamente entre la invención de la agricultura y de la escritura, o entre el período neolítico y la Edad de hierro.


Las culturas llamadas "matriarcales" no se caracterizaban, como en principio se pensó, por ser sociedades en las que las mujeres detentaban por sí solas todo el poder político y social, imponiendo su voluntad a los hombres.

Por ello muchos autores critican el término matriarcado ("el gobierno de la madre") como un prejuicio surgido de las dicotomías simplistas e irónicamente patriarcales del pensamiento moderno, y prefirieren caracterizar a estas sociedades como "matrilineales" o "matrifocales", culturas en las que la descendencia seguía a través de la línea materna.

Si bien en estas sociedades las mujeres eran respetadas y, en muchos casos, tenían importantes roles sociales, el predominio de lo femenino y lo materno no parece haberse expresado tanto en la esfera social como sí en la psicológica.

¿Cuáles eran, entonces, los rasgos característicos de estas culturas?

El aspecto más sobresaliente de estas sociedades consiste en su adoración a un Principio Femenino, expresado en la forma de una diosa madre como figura religiosa central.

Una de las explicaciones más evidentes de esto radica en que la actividad más importante de la vida social en estas culturas era la agricultura.

La Gran Madre, cuya manifestación visible era todo el reino natural, era concebida como la fuente y el sostén de todo lo existente: de su simbólico vientre todas las cosas surgían y hacía éste retornaban.

En términos de la psicología analítica de Carl Gustav Jung, toda la cultura se sostenía sobre la predominancia simbólica del arquetipo de la Madre.
"Por supuesto, es lógico que la más primitiva representación del poder divino en forma humana haya sido más bien femenina que masculina. Cuando nuestros ancestros empezaron a formularse las eternas preguntas (¿de dónde venimos al nacer? ¿a dónde vamos después de morir?), tuvieron que haber observado que la vida emerge del cuerpo de una mujer.

Para ellos debe haber sido natural imaginar el universo como una Madre bondadosa que todo lo da, de cuyo vientre emerge toda vida y al cual, como en los ciclos vegetales, se retorna después de la muerte para volver a nacer…"
(Riane Eisler, El Cáliz y la Espada, 1987).
A medida que la revolución de la agricultura iba transformando el modo de vida de las anteriores sociedades de cazadores y recolectores, la Diosa fue ocupando cada vez más el papel central en el orden divino del mundo, dentro de un rico panteón de espíritus y divinidades menores.

Una Madre Cósmica,
"…cuyo cuerpo es el Cáliz divino que contiene el milagro del nacimiento y el poder de transformar la muerte en vida, a través de la misteriosa regeneración cíclica de la naturaleza".
(Ibid, 1987)
La Gran Madre de nuestros ancestros tuvo muchos nombres.

Era llamada,
  • en Grecia, Deméter
  • en Egipto, Isis
  • en Siria, Astarté
  • en Sumeria, Inanna
  • en Babilonia, Ishtar, etc.
Sus dos símbolos arquetípicos más antiguos y predominantes fueron la luna y la serpiente.

En sus cíclicas fases, la luna representaba los tres aspectos de la Diosa:
  • la luna creciente era la doncella, la exuberante juventud de la vida
  • la luna llena era la mujer encinta, la madre cuidadora
  • la luna nueva era la anciana sabia, o la bruja, la madre devoradora, poseedora de los oscuros misterios de la muerte.



La serpiente-falo, por su parte, presente en todas las culturas matriarcales, fue el símbolo central de las fuerzas telúricas y sexuales, así como de la regeneración cíclica de la vida. 

Ligado a este "naturalismo sagrado", las cosmovisiones de esta forma de consciencia prehistórica eran panteístas, lo que significa que no existía para ellas una dicotomía rotunda entre un "mundo natural" y un "mundo divino", ya que tanto el mundo subterráneo (de la muerte), como el mundo celestial (del cielo y de los astros) y el mundo terrenal (de las plantas, los animales y los hombres) eran aspectos o dimensiones de un único mundo en el que los poderes divinos se manifestaban, dando forma a todos los fenómenos.


El antropólogo Lévy-Bruhl, al referirse a la mentalidad antigua propia de las culturas prehistóricas, denominará este tipo de conciencia "participación mística", un modo de pensar y de ser-en-el-mundo en el cual no existía una separación clara entre el conocedor y lo conocido.


No era posible, en esta conciencia, concebir una separación tajante entre lo que llamamos "mundo interior" (o "yo") y lo que llamamos "mundo exterior".

La consecuencia evidente era que el hombre no era capaz de concebirse como separado de la naturaleza.

"El ser humano primordial percibe el mundo natural que lo rodea como impregnado de sentido, sentido cuyo significado es al mismo tiempo humano y cósmico…

El mundo está animado por las mismas realidades de resonancia psicológica que los seres humanos experimen­tan en sí mismos. Hay continuidad entre el mundo interior del hombre y el mundo exterior".
(Richard Tarnas, Cosmos y Psique, 2009).

La naturaleza, en otras palabras, era vivida y experimentada como viva y sagrada, en toda su irracionalidad, horror y belleza.

Puede decirse, por otra parte que, en muchos aspectos, este modo de conciencia poco discriminatorio impedía a la cultura reflexionar sobre sus propios paradigmas, cuestionar la "verdad" establecida de sus mitos y su organización social, fomentando un estatismo tribal incapaz de evolución o autocrítica.


El conocimiento humano de estas primeras culturas agrarias era aún rudimentario comparado al nuestro y estaba atravesado por tabúes y supersticiones de carácter simbólico e inconsciente que condicionaban profundamente la vida social.
 

Dentro de este marco, debe incluirse la cultura del sacrificio ritual, ya que la Diosa tenía también un aspecto oscuro:
la muerte (la Madre Devoradora arquetípica), presente como la amenaza constante de las salvajes e incontrolables fuerzas de la naturaleza.
Y si bien la vida y la muerte parecen haber sido concebidas como un continuo interminable dentro de la Gran Madre, el temor a la extinción física podía ser también una realidad inmediata y aterradora.

Para apaciguar este aspecto de la Diosa, las culturas matriarcales habrían recurrido al sacrificio substitutorio (un modo de "soborno divino", podría decirse): la ofrenda ritual de animales y, de ser necesario, humanos.
"La Gran Madre es al mismo tiempo la Gran Protectora y la Gran Destructora, la Gran Devoradora, lo que H.S. Sullivan, en fin, denominaba la Buena Madre y la Mala Madre…

Aquí precisamente se asienta la dinámica y el fundamento psicológico del ritual, ya que para apaciguar a la Gran Madre, para que la Gran Protectora no termine convirtiéndose en la airada Destructora, es necesario llevar a cabo determinados ritos."
(Ken Wilber, Después del Edén, 1981)
Así mismo, Jung señalará que, dado que el desarrollo de la individualidad era mínimo, en este tiempo conceptos como la "subjetividad" prácticamente no tenían lugar, ya que el ego ("yo") emergente estaba todavía casi completamente sumergido o identificado con la colectividad de su grupo social.

Sin embargo, está carencia de subjetividad y de distancia crítica frente a las tradiciones establecidas parece haber sido complementada o suplida justamente con un gran apego a los valores y propósitos colectivos, lo que dio lugar a culturas extraordinariamente pacíficas y estables, que convivían en una relativa armonía, sin signos de guerras, opresión o esclavitud, y sin diferencias marcadas de poder entre los sexos.

Basándose en los hallazgos de la antropología, muchos autores han concluido que en estas culturas valores como el poder, la conquista y el heroísmo, tan propios de la cultura occidental clásica, parecían estar prácticamente ausentes.


En su lugar, predominaba un universo simbólico que orbitaba en torno a los valores maternales, la fertilidad, la belleza y la cooperación colectiva.
"Las divinidades de estos pueblos no llevan lanzas, espadas ni relámpagos, ni se han hallado sepulturas de jefes especialmente lujosas que sugieran una organización jerárquica de la sociedades con líderes poderosos y una población sumisa.

No existen imágenes que celebren la guerra, ni siquiera que la representen… no se había hecho hincapié en la elección de lugares elevados, en construir muros de tamaño desmesurado o armas para protegerse de los enemigos.

Aún más, la colina o montaña se elegía como lugar de construcción de un santuario, no como campamento fortificado o ciudadela… Más bien, incontables ilustraciones de la naturaleza atestiguan el sentido que estos pueblos tenían de la belleza y de la sacralidad de la vida."
(Anne Baring & Jules Cashford, El Mito de la Diosa, 1991)
 Como ha mostrado la psicología profunda, las religiones y las mitologías reflejan la estructura, los valores y la organización de las culturas en las que emergen.

Por ello,
"es comprensible que las sociedades con tal imagen de los poderes que gobiernan el universo, tuvieran una estructura social muy diferente de aquellas que veneran a un Padre divino que empuña un relámpago o una espada.

Y parece aún más lógico que en aquellas sociedades que conceptuaban en forma femenina a los poderes que regían el universo, las mujeres no hayan sido consideradas como sumisas y que las cualidades 'afeminadas' tales como el cariño, la compasión y la no violencia hayan sido altamente valoradas."
(Riane Eisler, Ibid)
Intentando evitar las idealizaciones míticas, que descansan siempre bajo la arquetípica fascinación del Paraíso Perdido, y aunque nos resulte difícil de asimilar, la evidencia arqueológica parece hablarnos con bastante elocuencia de un extenso período en la historia del ser humano que fue próspero, relativamente igualitario y pacífico durante más de 2.000 años.

Pero en los últimos siglos de la Era de bronce, la historia humana sufrió una increíble y brutal transformación. 


Fuente: http://www.bibliotecapleyades.net/ciencia/historia_humanidad31.htm
 

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